¡GUERRA! ¡GUERRA SANGRIENTA!

Pidiendo a Umslopogaas que esperara un momento, me envolví en mi ropa y fuí con él a la habitación de sir Enrique, donde el zulú volvió a referir la relación que acababa de hacerme a mí. El semblante de Curtis pasó por todos los tonos del arco iris mientras la oía.

-¡Dios mío! -exclamó después-. ¡Yo durmiendo aquí, mientras Nyleptha estaba a punto de morir! ¡Y por culpa mía además! ¡Qué demonio encarnado debe de ser esa Sorais! ¡Si Umslopogaas le hubiera cortado la cabeza en el acto, lo habría tenido bien empleado!

-No te apures -repuso el zulú-: antes de que hubiera podido herir, yo habría dado cuenta de ella. Esperaba el momento.

Yo no dije nada; pero no pude menos de pensar que muchas vidas, condenadas ya, se habrían salvado si Sorais hubiese hallado la suerte que reservaba para su hermana. Como probaron después los acontecimientos, estuve en lo cierto al pensar así.

Umslopogaas, después de relatarnos la historia, fué en busca de su almuerzo; mientras, sir Enrique y yo hablábamos del caso.

Al principio estaba muy ofendido por la conducta de Good, y manifestó que no debíamos tener confianza alguna con él, toda vez que había dejado escapar a Sorais, siendo su deber entregarla a la justicia. Sir Enrique habló en términos descomedidos sobre el caso, y yo lo dejé charlar, reflexionando sobre lo duros que somos con las flaquezas de los demás y lo tolerantes que somos con las nuestras.

-En realidad, querido amigo -dije al fin-, al oíros nadie creería que sois el hombre que, sosteniendo ayer mismo una conversación con esa dama, hallaba difícil resistir a sus encantos, a pesar de los lazos que os unen a la mujer más amante y más hermosa del mundo entero. Supongamos ahora que hubiese sido Nyleptha la que tratara de asesinar a Sorais, que vos la hubieseis tomado, y que ella suplicara. ¿Os apresuraríais a condenarla de esa manera? Considerad el asunto un momento mirándolo a través del monóculo de Good, y después atreveos a decir de vuestro amigo que es un malvado.

Sir Enrique me oyó sumiso, y luego reconoció francamente que había hablado con excesiva ligereza. Una de las mejores condiciones de su carácter consiste precisamente en estar siempre dispuesto a declarar que se ha equivocado.

Yo, por mi parte, a pesar de hablar en favor de Good, no dejé de ver que, por natural que fuera su conducta, se veía envuelto en una complicación desagradable y peligrosa. Se había atentado a la vida de la reina; él había dejado escapar a la agresora, concediéndole, entre otras cosas, el ascendiente que tendría en adelante sobre él. Había sido un necio haciéndose juguete de ella, que es lo peor que puede ocurrirle a un hombre, sobre todo cuando se trata de una mujer poco escrupulosa, pues sólo puede esperar que se deshaga de él cuando ya no le sirva.

Mientras meditaba así, pensando lo que debería hacerse porque el asunto era muy espinoso, oí un gran clamor en el patio exterior, y pude distinguir con claridad las voces de Umslopogaas y Alfonso: la de aquél, maldiciendo furioso, y la de éste, gritando de miedo.

Corrí para ver lo que ocurría, y hallé al francés corriendo por el patio de un modo extraordinario, y al zulú detrás de él como un sabueso. En el momento en que yo salía logró alcanzarlo, y, levantándolo en el aire, lo llevó a un matorral donde crecía una flor muy parecida a la gardenia, cubierta de espinas cortas. A pesar de los gritos y rugidos del pobre Alfonso, lo arrojó de cabeza entre las ramas, y, satisfecho después de su obra, el zulú se cruzó de brazos y permaneció quieto contemplando la lucha del pobre muchacho para salir de allí y los gritos que daba, que eran, por cierto, horrorosos.

-¿Qué haces? -le dije acercándome a él-. ¿Quieres matar a ese hombre? ¡Sácalo al momento de ese sitio!

Obedeció murmurando, y tiró de Alfonso con tal fuerza, que creí que le habría dislocado los tobillos, sacándole de aquel espeso matorral en un estado lastimoso. Las espinas le habían desgarrado las ropas y las carnes y sangraba por todas partes. Tendido en el suelo chillaba y gritaba, sin que fuera posible hacerle decir una palabra, Al fin se levantó, y, escondiéndose detrás de mí, maldijo al viejo Umslopogaas por todos los santos del calendario, jurando por la sangre de su heroico abuelo que se vengaría envenenándolo.

La causa del incidente fué de poca importancia en sí; pero tuvo consecuencias muy serias, y por eso la refiero. Parece ser que Alfonso hacia la sopa que servía de almuerzo al zulú en un rincón del patio, tal como éste hubiera hecho en su propio país, en una calabaza y con una cuchara de madera. Umslopogaas, como buen zulú, tenía horror al pescado, y el francés, que era muy aficionado a las bromas y consumado cocinero al mismo tiempo, se propuso obligarlo a comerlo. En efecto: ralló cierta cantidad de pescado blanco y lo mezcló con la sopa del zulú, que, ignorante de ello, se lo había comido casi todo, cuando las risas del cocinero lo hicieron sospechar algo: entonces, examinando bien el resto de la sopa, descubrió la broma del francés y le díó el castigo que antes he referido.

Apenas restañó la sangre de sus heridas, Alfonso, maldiciendo todavía, se alejó de allí, y yo reñí a Umslopogaas, manifestándole que me avergonzaba de su conducta.

-Bien, Macumazahn -me dijo-: debes ser benévolo conmigo, porque no estoy en mi centro. Estoy cansado ya de comer y de beber, cansado de dormir, cansado de ver amoríos. No me gusta esta vida muelle en casas de piedra, que aniquila a los hombres y mengua su valor. No me gustan los trajes blancos ni las mujeres delicadas. Me fastidia el sonido de las trompetas y el vuelo de los halcones. Cuando combatíamos con los masais en kraal de allá lejos, valía la pena vivir; pero aquí no hay golpe que dar, y empiezo a creer que iré pronto por el camino que fueron mía padres, y no levantaré más a Inkosi-kaas.

Hablando así, fijaba en el hacha lo ojos con expresión de tristeza.

—¿Esa es tu queja? -pregunté-. ¿Sientes nostalgia de sangre? ¿A tu edad, Umslopogaas? ¿No te avergüenzas?

-No, Macumazahn: ése es mi destino, y es mejor que el de muchos blancos. Mejor es matar a un hombre en combate leal, que consumir su corazón con compras, ventas y usuras, como se hace entre vosotros. He matado a muchos hombres, y, sin embargo, no hay uno entre ellos cuyo rostro me avergonzara si volviera a vivir. Sé que soy rudo, y cuando mi sangre hierve no sé lo que hago; pero también sé que, cuando la noche me cubra y me pierda en la obscuridad, me echarás de menos, Macumazahn, porque en el fondo de tu alma me amas, padre mío, y yo te amo a ti. Juntos hemos encanecido, y hay algo entre nosotros que no se ve, y que, sin embargo, ea demasiado fuerte para romperse.

Umslopogaas sacó su tabaquera, hecha de un cartucho vacío y me la dió para que tomara un polvo, cosa que hice bastante emocionado.

Era verdad lo que el sanguinario viejo decía; había algo que me ligaba a él: no sé en qué consistía el encanto de su carácter, pero lo había. Tal vez era su altiva honradez y hombría de bien; tal vez su fuerza y destreza, casi sobrehumanas; tal vez su originalidad.

Digo francamente que, con toda la experiencia que tengo en cuestión de salvajes, nunca conocí a un hombre como él, tan sabio y tan sencillo a la vez, y, aunque parezca ridículo, añadiré que tan tierno de corazón. Sea lo que fuere, lo cierto es que lo quería mucho, aunque nunca me hubiera ocurrido decírselo.

-¡Ay, lobo viejo - le dije-; tu amor es muy especial! Si me opusiera a tu paso, mañana mismo acabarías conmigo.

-Dices la verdad, Macumazahn; lo haría si constituyera un deber pero te amaría todavía al descargar el golpe. ¿Hay probabilidades de guerra aquí, Macumazahn? -continuó en tono insinuante-. Pienso que lo que vi anoche indica que hay animosidad entre las dos grandes reinas; de lo contrario, la “Señora do la Noche” no habría llevado consigo aquella daga.

Convine con él en que realmente indicaba cierto pique entre ellas, y le conté todo lo ocurrido, demostrándole que la causa de su animosidad era Incubu.

-¿Es así realmente? -exclamó deleitado-. En ese caso, la guerra es tan segura como la crecida del río cuando llueve. Cuando una mujer ama, nada la detiene, y, aunque corra sangre para conseguir su deseo, no se preocupa de ello. Con estos propios ojos lo he visto una vez, y también dos. ¡Ah, Macumazahn! ¡Aun hemos de ver arder estas hermosas casas, y hemos de oír el ruido de la batalla librándose en las calles! Después de todo, no viviré en vano.

En aquel momento se presentaron ante nosotros sir Enrique y Good, que iban en dirección opuesta. Good estaba pálido y ojeroso, y Umslopogaas, apenas lo vió, cesando en sus sanguinarias reflexiones, lo saludó con afecto.

-Te saludo, Bougwan. Seguramente, estarás cansado. ¿Cazaste mucho ayer?

Después, sin esperar la respuesta de Good, añadió:

-Escucha, Bougwan, y te contaré una historia. Se refiere a una mujer: por tanto, me oirás; ¿verdad? Erase un hombre que tenía un hermano, y érase una mujer que amaba al hermano del hombre y era amada por el hombre. Pero el hermano del hombre tenía una esposa favorita, no podía amar a aquella mujer, y rehusó sus pretensiones, Siendo la mujer astuta y vengativa, entró en consejo consigo misma y dijo al hombre: “Te amo, y, si quieres luchar con tu hermano, me casaré contigo”. El hombre sabía que era falso; pero, como amaba mucho a la mujer, que era muy hermosa, oyó sus palabras y luchó; y cuando había muerto ya mucha gente, su hermano le envió un mensaje diciéndole: “¿Por qué me asesinas? ¿Qué mal te he hecho? ¿No te he amado desde mi juventud? ¿No te socorrí cuando te viste en apuro? ¿No hemos ido juntos a la guerra, dividiendo entre ambos el botín en partes iguales? ¿Por qué me asesinas, hermano, cuando tanto te amo?”. El corazón de aquel hombre se enterneció: comprendió que iba por la senda del mal, y, dejando a un lado la tentación de la mujer, cesó de luchar con su hermano y vivió en paz con él en el mismo kraal. Pasado algún tiempo, la mujer se llegó a él, diciendole: “Olvido lo pasado; quiero ser tu esposa”. En el fondo de su corazón el hombre sabia que no era verdad; pero la amaba tanto, que accedió a su deseo. La misma noche de sus bodas, cuando el hombre dormía profundamente, la mujer se levantó; tomando el hacha de su marido, mató al hermano mientras descansaba, y volviendo como una leona ansiosa, colocó de nuevo el hacha ensangrentada en mano de su marido y se alejó de él. Al amanecer, la gente gritó: “¡Lousta ha muerto asesinado esta noche!”. Entraron en la choza, y vieron al hombre dormido con el hacha en la mano. Recordaron la guerra, gritaron que él era el que había asesinado a su hermano, y quisieron llevárselo para matarlo; pero pudo levantarse y huir presto, matando en su fuga a la mujer. Como la muerte no podía borrar el mal que había hecho ella, toda la culpa cayó sobre el hombre, que hoy es un proscrito, y su nombre un escarnio entre los suyos, porque en él, y, sólo en él, se manifiesta la maldad de la traidora. Por tanto, él, que era un gran jefe, vaga errante, sin kraal y sin esposa; morirá lejos de su pueblo, y su nombre será execrado de generación en generación, porque creen que mató a traición a su hermano Lousta en el silencio de la noche.

El anciano zulú se detuvo y vi que su propia historia le había producido suma agitación. Poco después levantó de nuevo la cabeza, que había inclinado sobre el pecho, y continuó así:

-Yo era aquel hombre, Bougwan. ¡Sí; yo era aquel hombre! ¡Aprende en mí! ¡Lo que yo soy, serás tú! ¡Un juguete, una bestia de carga, obligado a sostener las malas acciones de los demás! ¡Escucha! Ayer, cuando seguías a la “Señora de la Noche”, yo me deslizaba sobre tus huellas; cuando te atacó con su puñal en el dormitorio de la “Reina Blanca”, allí estaba yo también; y cuando dejaste que se escapara por el muro como una serpiente que desaparece entre las piedras, también estaba yo allí, y te vi; viendo, además, que te había fascinado, que un hombre que era leal se separaba de la lealtad, y que, habiendo ido hasta allí por el camino derecho, emprendía una senda torcida. Perdóname, padre, si mis palabras son crudas; pero salen de un corazón sincero, ¡Apártate de ella, no la veas más, y bajarás con honor a la tumba! De lo contrario, la belleza de una mujer, que se apolilla como un traje de lana, te hará ser lo que yo soy; tal vez con más razón para ello. ¡He hablado lo que tenía que hablar!

Durante este largo y elocuente discurso, Good permaneció silencioso; pero, cuando la historia empezó a tomar forma adaptable para él, se sonrojé, disgustándose mucho al notar que sabíamos lo ocurrido con Sorais. Cuando habló a su vez, lo hizo en un tono de humildad completamente desconocido en él.

-Debo decir en primer lugar que nunca creí que llegara un día en que un zulú tuviera que enseñarme a cumplir mi deber; pero eso demuestra a lo que podemos llegar. No sé si comprenderéis cuán humillado me siento; y lo peor del caso es que merezco todo esto. Claro es que yo hubiera entregado la reina a los guardias; pero no pude: eso en primer lugar. La dejé marchar, y prometí no decir nada. Me dijo que si la ayudaba, se casaría conmigo y me haría rey de este país; pero, afortunadamente, tuve la suficiente entereza para responder que, aun casándome con ella, no abandonaría a mis amigos. Ahora podéis hacer lo que queráis: todo lo merezco. Lo único que tengo que decir es que espero que vosotros, amando a una mujer como yo amo a ésa, no os veáis cruelmente tentados por ella.

Después de decir tales palabras, Good trató de marcharse.

-¡Eh, amiguito! -le dijo sir Enrique-. ¡Deteneos un momento! Yo también tengo algo que contar.

Y refirió todo lo que le había ocurrido con Sorais el día anterior.

Este fué el golpe de gracia para el pobre Good. Para cualquier hombre es bastante desagradable saber que ha sido únicamente un juguete para una mujer; pero cuando las circunstancias que acompañan al caso son tan especiales como lo eran en aquél, la píldora es tan amarga, que apenas si puede tragarse.

-Creo que entre ambos vais a hacer un milagro -dijo Good alejándose.

Yo, por mi parte, lo compadecí de veras. ¡Ah! ¡Si las mariposas tuvieran cuidado de no acercarse a la llama, qué pocas se quemarían las alas!

Aquél era día de audiencia. Las reinas, sentadas en sus respectivos tronos, recibían peticiones, discutían leyes, concesiones de dinero y cosas por el estilo, y poco después de lo que acabo de referir nos dirigimos al gran vestíbulo. Good, excesivamente abatido, se reunió con nosotros en el camino.

Cuando llegamos, Nyleptha, rodeada en su trono de consejeros, cortesanos, magistrados, sacerdotes y una guardia más numerosa que en otras ocasiones, cumplía sus deberes como de costumbre.

Por la expectación que reinaba entre los presentes y la ansiedad que se pintaba en algunos semblantes, era fácil comprender que nadie se ocupaba gran cosa en los asuntos corrientes, y que, sabiendo, como se sabía ya, porque todo trasciende en la Corte, que la guerra civil era un hecho, esperaban algo más importante.

Saludamos a Nyleptha y ocupamos nuestros sitios de costumbre. Todo siguió exactamente lo mismo por espacio de algunos minutos, hasta que de repente las trompetas empezaron a sonar fuera del palacio, y la gran multitud que se había reunido allí esperando un acontecimiento prorrumpió en un murmullo que fué creciendo en intensidad, y en el cual sobresalía la palabra “¡Sorais! ¡Sorais!”.

Sucedió un rodar de carruajes, y minutos después se descorrieron las cortinas de una de las puertas del salón y penetró en él la “Señora de la Noche”. Delante de ella entraba Agon con su más suntuosa vestidura, y a su lado, otros sacerdotes. La razón de su presencia era obvia: presentándose así, era imposible detener a la reina, porque habría sido un sacrilegio.

Detrás seguía un grupo de nobles, acompañados por un número bastante escaso de guardias escogidos. Sólo con ver a Sorais podía comprenderse que su misión no era de paz, porque en lugar del “kaf” bordado de oro llevaba una túnica de escamas doradas, y un yelmo pequeño en la cabeza. En la mano ostentaba una lanza de plata, casi de juguete, primorosamente hecha. Atravesó la sala corno una leona que tiene conciencia de su hermosura y de su poder; a su paso los espectadores, retrocediendo, abrían camino y saludaban.

Al llegar a la piedra sagrada se detuvo, y, colocando una mano sobre ella, clamó en alta voz, a fin de que la oyera Nyleptha desde su trono:

-¡Salud, oh, reina!

-¡Salud a ti, regia hermana! -repuso Nyleptha-. Acércate; no temas: te doy mi salvoconducto.

Sorais respondió con una mirada altiva, y prosiguió su camino hasta llegar delante de los tronos: allí se detuvo de nuevo, erguida y altiva.

-Pido una gracia, ¡oh, reina! –volvió a decir.

-Habla, hermana. ¿Qué gracia puedo concederte yo a ti, que posees la mitad de nuestro reino?

-Puedes decirme una palabra que sea verdad a mí y al pueblo zu-vendi. ¿Vas a tomar por marido a ese lobo extranjero -y señaló a sir Enrique con su argentina lanza-, compartiendo con él tu lecho y tu trono? ¿Sí, o no?

Curtis cambió conmigo una mirada de inteligencia, y volviéndose hacia Sorais, le dijo a media voz:

-Creo que ayer tenias para mí otros nombres que no eran el de lobo, ¡oh, reina!

Sorais se mordió los labios y un vivo carmín tiñó sus mejillas. En cuanto a Nyleptha, que es original en todo, viendo que el asunto era público y que nada podía ganarse ocultándolo, respondió a la pregunta de un modo que sólo pudo ser inspirado por la coquetería y el deseo de triunfar sobre su rival.

Levantándose, descendió del trono, envuelta en su regia gracia, hasta donde estaba su amante; allí se detuvo, y desabrochándose la serpiente de oro que adornaba su brazo, pidió a sir Enrique que se arrodillara, cosa que éste hizo doblando una rodilla sobre el duro mármol delante de ella. En tal posición tomó la serpiente de oro, la pasó por su cuello, la abrochó después, besándolo en la frente, lo llamó “su querido señor”.

-¡Ya lo ves! -dijo dirigiéndose a su hermana cuando se ahogó el murmullo que reinara entre los espectadores-. He puesto mi collar en el cuello de mi lobo, y, ¡míralo!, será mi guardián. Esto es lo que te respondo, reina Sorais, hermana mía; a ti, y también a los que están contigo. No temas -añadió, sonriendo tiernamente a su prometido y señalando el collar de oro que rodeaba su cuello- si mi yugo es pesado: es de oro y no te fatigará.

Después, volviéndose al auditorio, añadió en tono claro y altivo:

-Sí; “Señora de la Noche”, nobles, sacerdotes y pueblo. Aquí, delante de todos, con esta señal indico que tomo por esposo al extranjero. ¿No puedo, siendo reina, escoger al hombre a quien he de amar? Si no fuera así, sería menos que la joven más humilde de todo mi reino. El ha ganado mi corazón: suyo es, y con él todo cuanto poseo; desde mi mano hasta mi trono. Sí; aunque hubiera sido un mendigo, en vez de ser un gran señor más arrogante y valeroso que todos los de mi reino, y con más talento y sabiduría que tienen ellos, habría sido lo mismo. ¡Cuánto más siendo como es!

Dando luego la mano a sir Enrique, afrontó con valentía las miradas de su pueblo. Era tanta la dulzura, el poder y la dignidad que revelaba toda su figura; se manifestaba tan arrogante, tan hermosa, dando la mano a su elegido y colocándose a su lado, segura de él y de sí misma, arriesgándole todo y dispuesta a todo por él, que la mayor parte de cuantos presenciaban el espectáculo, que, seguramente, nadie podrá olvidar, se inflamaron con el fuego de sus ojos y el carmín de sus mejillas, y gritaron entusiasmados.

Había sido un golpe maestro, y, seguramente, Nyleptha puso en juego toda su inteligencia para llegar a tal resultado; pero la naturaleza humana, lo mismo en Zu-vendis que en todas partes, se entusiasma con los audaces que no temen romper moldes y reglas antiguas, especialmente en asuntos de corazón.

Los hurras y vivas resonaron por el inmenso vestíbulo hasta hacer temblar el techo, en tanto que la morena Sorais, con los ojos bajos, porque no podía soportar el triunfo de su hermana robándole al hombre que ella quería conquistar, terrible en su celosa ira, temblaba palideciendo, como el álamo a impulsos del viento. Aquel poder tranquilo que temí ver furioso la primera vez que la vi, se despertaba en ella entonces corno un océano embravecido que atemoriza y fascina. Una mujer hermosa en realidad, regia en su ira, será siempre un espectáculo magnifico; pero dudo que puedan volver a combinarse otra vez tales circunstancias produciendo un efecto semejante a aquél.

Sorais levantó la cabeza, dejando ver sus ojos inyectados de sangre y sus convulsos labios. Quiso hablar, y por tres veces le faltó la voz: al fin pudo recobrarla, y agitando la argentina lanza, que despedía reflejos brillantes, habló así, en tonos que repercutieron por la sala como el eco de un clarín;

-¡Crees acaso, Nyleptha, que yo, Sorais, reina contigo de los zu-vendis, consentiré que ese vil extranjero se siente el trono de mi padre y dé origen a una generación de bastardos que ocupen el palacio de la gran Casa de la Escalera? ¡Nunca! ¡Nunca! Mientras haya aliento en mi pecho, mientras un hombre me siga y mis manos puedan manejar una lanza, no le consentiré! ¿Quién está a mi lado? ¿Quién? ¡Entrega a ese lobo extranjero y a los que vinieron con él a la pena del fuego, toda vez que han pecado mortalmente contra el sol, o, de lo contrario, Nyleptha, te haré la guerra! ¡Guerra sangrienta! ¡Tu pasión será causa de que tus ciudades perezcan abrasadas, empapadas en la sangre de tus leales! ¡Sobre tu cabeza caerá esa sangre, y en tus oídos resonarán eternamente los lamentos de los que mueran y las quejas de las viudas y de los huérfanos! ¡Te arrojaré de este trono y de esta casa, Nyleptha, hundiéndote en el abismo que se abre a tus pies, si persistes en cubrir de infamia la memoria del que la edificó, dando un nombre limpio a nuestra dinastía! ¡Y vosotros, extranjeros, a todos excepto a Bougwan, que me ha hecho un servicio (y sabré recompensárselo, si quiere abandonaros para seguirme a mí), os daré un castigo tal como no podéis imaginarlo! ¡Os envolveré en planchas de oro, y os colocaré en los más altos pináculos del templo, a fin de que sirváis de ejemplo al pueblo! ¡A ti, Incubu, te reservo otra muerte que no quiero explicarte ahora!

Se detuvo, falta de aliento: su propia pasión la sacudía como un huracán, y un murmullo medio de admiración, medio de terror, se extendió por el salón. Nyleptha, con calma y dignidad, respondió así:

-Poco favor haría a mi persona y al lugar que ocupo si hablara y amenazara como tú lo has hecho, hermana mía; pero, si quieres hacerme la guerra, lucharé contigo; pues, aunque mi mano sea suave, será de hierro cuando apriete el cuello a tus ejércitos. No te temo, Sorais, si bien lloro y lamento lo que traerás para nuestro pueblo y para ti misma. Por lo que toca a mí, personalmente no te temo. Tú, que ayer mismo procurabas robarme el amor de mi elegido y mi señor, ese a quien hoy llamas “lobo extranjero”, queriendo que fuera tu amante y tu señor (una sensación inmensa conmovió al público al oír estas palabras); tú, que anoche, según he sabido estando ya aquí, entraste secretamente en mi cámara, siguiendo un camino ignorado de los guardias y arrastrándote corno una serpiente hasta mi lecho, quisiste matarme a mi, tu hermana, mientras dormía.

-¡Falso! ¡Falso! -clamaron a una Agon y una docena de nobles y sacerdotes.

-¡No es falso! -grité yo sacando el trozo de hoja de acero que me había entregado Umslopogaas y mostrándolo al público-. ¿Dónde está la daga cuya punta tengo en mi mano, oh, Sorais?

-¡No es falso! -añadió Good decidiéndose al fin a obrar como leal-. Yo mismo sorprendí a la “Señora de la Noche” junto al lecho de la “Reina Blanca”, y sobre mi pecho se rompió esa daga.

-¿Quién está a mi lado? -rugió Sorais, agitando su lanza al ver que las simpatías del pueblo estaban con su hermana-. ¡Cómo, Bougwan! ¿No vienes tú? -añadió dirigiéndose a Good, que estaba cerca; agregando en tono más bajo-: ¡Necio, tu castigo consistirá en morir de amor por mí, sin verte satisfecho, cuando hubieras podido ser mi esposo y rey de este país! Afortunadamente, te tengo sujeto con cadenas que no puedes romper. ¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra! -añadió-. ¡Ahí, con mi mano sobre esta piedra, que durará, según dice la profecía, hasta que los zu-vendis doblen su cuello bajo el yugo extranjero, te declaro la guerra! ¿Quién sigue a Sorais, la de la Noche, a la victoria y el honor?

Una indescriptible confusión reiné en el salón: muchos de los presentes se acercaron a la “Señora de la Noche”; pero otros, alejándose de ella, se aproximaron a nosotros. Entre los primeros, un suboficial de la guardia particular de Nyleptha, haciendo un movimiento, corrió a la puerta por donde salían los parciales de Sorais. Umslopogaas, que estaba presente y se había dado cuenta de todo lo ocurrido, viendo con admirable presencia de ánimo que, si aquel soldado abandonaba su puesto, no faltarían otros que siguieran su ejemplo, lo detuvo. El soldado lo agredió con su puñal. Umslopogaas retrocedió, evitó el golpe, y, acometiendo con su hacha al suboficial, concluyó haciéndolo caer muerto sobre el marmóreo pavimento.

La sangre de aquel soldado fué la primera que se derramó en la guerra.

-¡Cerrad las puertas! -grité, creyendo que podríamos apoderarnos de Sorais, sin que me ocurriera la idea de que cometíamos un sacrilegio; pero la orden llegaba tarde: sus guardias salían ya, y un instante después los cascos de los caballos y el rodar de los carruajes resonaron en la calle.

Llevando tras sí la mitad del pueblo, Sorais pasó como un torbellino por la Ciudad del Ceño, dirigiéndose a su cuartel general en monte Arstuna, una fortaleza situada a unas ciento treinta millas del norte de Milosis.

Después, la ciudad entera se ocupó en los preparativos que exigía la guerra, y el viejo Umslopogaas empezó a sentarse una vez más al sol, afilando la hoja de su Inkosi-kaas, como si se tratara de una navaja de afeitar.

Aventuras de Allan Quatermain
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